Imala. Capítulo 3

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Así descubrí que si me concentraba lo suficente podía mover objetos como quisiera y empecé a entrenar en mis ratos libres. Pronto, reflexionando en alguno de esos momentos, me di cuenta de que no todo el mundo iba a reaccionar tan bien como Tayen y de que seguramente sería mejor ser cautelosa.

Decidí hacer pequeños experimentos en casa de Umi antes de aventurarme a utilizar mis habilidades en el mundo exterior. Un día, por ejemplo, la madre de Umi fregaba el salón cuando alguien llamó a la puerta.

—Vaya, hombre, ¡qué oportunos!, se quejó.

Entre ella y el pasillo que llevaba a la puerta de entrada había una mesilla y, sobre ella, alguien había dejado un gran rollo de papel. Mientras la madre de Umi escurría la fregona y la apoyaba en la pared más cercana, vi mi oportunidad y no lo dudé. Me concentré sobre el rollo con todas mis fuerzas hasta que ¡zas! cayó al suelo y se fue rodando pasillo abajo. Al girarse, la madre de Umi se encontró con una alfombra blanca sobre la que ir a abrir la puerta sin dejar pisadas por todo el pasillo que acababa de fregar y no pudo contener una sonrisilla. Yo celebré mi pequeña victoria con un “¡bien!” que casi me delata desde detrás de la puerta de la habitación donde estaba.

Otra vez, el padre de Umi se preparaba para ir a la ciudad a por productos que utilizaba en el campo. Iba de habitación en habitación, refunfuñando, hasta que de repente se plantó en medio del salón y nos espetó:

—¡Bueno, ya está bien! ¿Dónde narices están las llaves del coche?

La madre de Umi se levantó de la silla en la que estaba arreglando unos pantalones y empezó la cantinela de que él sabría dónde las había dejado, nadie había tocado sus llaves, no tenían los demás nada más que hacer que estarle moviendo las llaves de sitio. Y los dos desaparecieron por el pasillo hacia su habitación. Entonces, Umi se giró hacia mí y me confesó:

—He sido yo. Estaban encima del mueble y buscaba mis deberes y se me cayeron por detrás. No las pude sacar. Cuando se entere, me mata.

No había tiempo para regañar a Umi por su comportamiento infantil.

—Enséñamelas, le dije.

Efectivamente, entre el mueble del recibidor y la pared había algo encallado pero no podíamos alcanzarlo y el palo de la escoba era demasiado ancho. Oíamos a los padres de Umi discutir desde su habitación. No quedaba mucho tiempo antes de que sus sospechas y frustración cayeran sobre nosotros, así que me concentré como nunca lo había hecho. Solo conseguí mover las llaves unos centímetros hacia arriba. Eso no bastaba. Umi salió de su asombro y dijo “¡ya sé!”. Trajo un alambre, al que dio forma de gancho, y le atamos un trozo de tela que encontramos en la cesta de costura de su madre. Sin soltar el extremo de la tela, Umi echó el gancho entre el mueble y la pared y me dijo:

—Date prisa y mételo por el aro del llavero.

Fue difícil, porque casi no veía dónde estaban, pero después de algunos intentos lo logré, y cuando sus padres regresaron de su pequeño tour por las habitaciones y empezaron a preguntarnos qué andábamos trasteando ahí, Umi ya tiraba de la tela hacia arriba. Para nosotros, el tintineo de las llaves sonó como campanas que anunciaban nuestra gesta. Claro está que la versión oficial fue que no sabíamos cómo habían ido a parar ahí las llaves y que las habíamos sacado solo con un poco de ingenio. Umi entendió que debía mantener el secreto de lo que acababa de descubrir sobre mí no solo para salvarse él mismo esa vez, sino también para evitarme consecuencias desagradables a mí.

Capítulo 4